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diciembre 7, 2016

Por Juan Pablo Brand Barajas |
Docente de la Licenciatura en  Psicología, Universidad Intercontinental

Narcisista, psicópata, perverso… Son sólo etiquetas que ayudan a reducir la complejidad, pero limitan cuando queremos comprender algo. Las redes sociales, particularmente Facebook, se llenan de comentarios ansiosos por establecer una postura, pero no por comprender los entresijos que caracterizan sucesos como el triunfo de Donald Trump. Opinar sin pensar se convierte en el lugar común.

Desde que supe de la elección de Trump como candidato del Partido Republicano estadounidense, sostuve varios diálogos con personas de diferentes opiniones, las cuales coincidían en un rasgo: todas estaban contra Trump.

Llamó mi atención que en todas las argumentaciones el hoy presidente electo se perfilaba como un extraterrestre ajeno a la condición humana. Mi postura ha sido: no comprenderemos nada de Trump si no analizamos el Trump que todos llevamos dentro.

En este sentido, el análisis de la personalidad de Donald Trump no me llegó desde los miles de especialistas “psi” que se volcaron en internet para descubrir el hilo negro. La gran mayoría llegaron a la misma conclusión: “es narcisista”, y luego reprodujeron lo mismo, los criterios diagnósticos del trastorno narcisista de personalidad.

Esta contundencia da cierta tranquilidad; nos dan la categoría y sentimos que ya tenemos algo bajo control, pero nada más alejado de la realidad, simplemente es el placebo frente a situaciones que nos rebasan.

La claridad la obtuve de un analista político y literario, Paul Berman, quien en su artículo sobre Trump en el número de octubre de 2016 de la revista Letras Libres, propuso una serie de características que me permitieron dar mayor sustento a mi idea de que todos llevamos un Trump interno: se presenta como héroe de su propia mitología, multimillonario, brutal, arrogante, genio sobrehumano para el juicio empresarial y la acción ejecutiva, atraído por las rubias despampanantes que van de su brazo, estrella de reality shows y decorador del paisaje con su nombre (Trump Tower, Campos de golf Trump, etcétera). A lo anterior se suma todo su discurso racista dirigido a las divisiones drásticas y la protección exacerbada.

Es cierto que Donald Trump presenta estos rasgos de manera excesiva, pero, al mismo tiempo, representa un gran mito de nuestro tiempo. En su imagen confluyen los sueños de muchos: millonario, famoso, arrogante, hipersexual y separado del común de las personas.

Lo menos que se puede ser en Facebook y otras redes es una persona común y corriente. Los perfiles constituyen mitologías personales; cada quien diseña la imagen y la historia ideal de sí mismo y eso se construye en gran medida en oposición a otros. La afirmación “soy esto” siempre se acompaña del “por eso no soy esto”. La gente tiene creencias, preferencias, opiniones y teorías que confrontan con las de otros.

Quizá el ejemplo más claro es en los deportes donde se dan afinidades con equipos, las personas se identifican con ellos y delimitan su distancia con los seguidores de otros equipos. Hay confrontaciones, de diferentes niveles, pero los argumentos son siempre similares “lo mío es mejor que lo tuyo”. Desde esta afirmación, todo el mal viene de afuera, el otro es quien amenaza la tranquilidad y la seguridad. Si el otro no estuviera, todo iría bien.

Ante la pregunta ¿cómo llegó Trump a la presidencia de Estados Unidos?, la respuesta más simple es: “porque decenas de millones de personas votaron por él”. Considero que ése es el dato nodal de todo esto. Trump es un humano demasiado humano de nuestra época. Nos asustamos ante su empoderamiento, pero en realidad es un tumor producido por nuestros propios hábitos; es un tumor con metástasis en todo el cuerpo social, por tanto, no se trata de algo tan simple como extirparlo. Más bien es una señal de alarma para preguntarnos qué nos está ocurriendo.

En México, tenemos un largo historial de malas elecciones de líderes y gobernantes. El triunfo de Trump debería llevarnos no sólo hacia fuera, hacia el otro amenazante, sino también a nosotros mismos y a plantearnos la interrogante de qué pasaría si nos llegara un líder con su perfil, con un discurso plagado de nacionalismo, de exaltación de nuestras raíces, marcando tajantes diferencias  entre nosotros y los otros.

La identidad se construye mayormente en oposición a lo que no queremos ser, no tanto a lo que somos. Esto conlleva el riesgo permanente que querer atacar y eliminar al otro para afirmar de nuestra identidad. Ser permeable puede resultar peligroso, nos pueden llegar males desde afuera, pero ser impermeables no permite salidas a nuestros propios males y podemos morir asfixiados en ellos.

* Las opiniones vertidas en las notas son responsabilidad de los autores y no reflejan una postura institucional