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Escrito por: Daniel Samperio Jiménez

octubre 20, 2020

Tras la experiencia decisiva del llamado boom latinoamericano, varios nuevos autores aparecieron en el panorama narrativo con propuestas interesantes. Con la perspectiva necesaria de una trayectoria cumplida, destaca el caso de dos autores con puntos de coincidencia significativos: Juan José Saer y Jesús Gardea.

En efecto, entre el escritor argentino Juan José Saer (1937-2005) y el mexicano Jesús Gardea (1939-2000) hay algunos paralelismos, como el de ser narradores que trabajaron un lenguaje muy cercano a la poesía (cada uno publicó un libro de poemas en su momento: El arte de narrar y Canciones para una sola cuerda) o que asumieron un lugar propio con referencia al centro cultural de sus literaturas nacionales (la provincia de Santa Fe y Chihuahua, respectivamente).

Pero, más significativo fue que incursionaron en una narrativa de corte realista en la que, particularmente, manifestaron una preocupación por representar la dimensión sensorial de los personajes en relación con su entorno.

Sin embargo, con estricto apego a dicha voluntad realista, ambos narradores fueron radicalizando esta preocupación en su escritura hasta una puesta en crisis de la representación.

Lo anterior motivó una narrativa de prosa sumamente flexible, descripciones minuciosas, pausas constantes, periodos extensos y subordinaciones, que revelan un tratamiento arduo con el lenguaje. Las comparaciones con el nouveau roman y el neobarroco han sido inevitables en la crítica. Desde luego, hay afinidades e incluso un diálogo abierto con tales tendencias, empero, en el fondo de todo ello destaca el problema de la representación de esa dimensión sensible.

La escritura y el tratamiento con el lenguaje desempeñan un rol de primer orden en esa problemática. En ambos autores está la apuesta por una escritura que toma cada vez más riesgos. Su propuesta apunta a hacia uno de los derroteros más sugerentes de la narrativa hispanoamericana de finales del siglo XX.

 

II

El problema de la representación en ambos autores coincide, justamente, con una voluntad compartida por emular el lenguaje de la pintura para narrar.

Miguel Dalmaroni ha reconocido en Saer “modos de escritura” que persiguen efectos como los identificados en la pintura que prefirió, entre Van Gogh y Jackson Pollock, Enrique Estrada y Fernando Espino, ambos también de la provincia de Santa Fe en Argentina e igualmente marcados por el movimiento moderno de la pintura del siglo XX: “Es posible conceptualizar esos modos mediante un trabajo que busca pasar del plano al ‘empaste’, al ‘grumo’, a la pictorialización en relieve” (402).

Se trata de términos que se pueden entender en sintonía con el movimiento moderno de la pintura iniciado con Van Gogh, siendo éste un gran pintor de empaste. En la escritura de Saer se manifiesta un procedimiento similar para producir ese espesor cuya influencia pictórica reconoce: “Más que con el realismo de la fotografía, creo que el procedimiento se emparienta con el de ciertos pintores que emplean capas sucesivas de pintura de diferente densidad para obtener una superficie rugosa, como si le tuviesen miedo a la extrema delgadez de la superficie plana” (Saer, 18).

Ese espesor de la pintura del que Saer se sirve para narrar es básicamente el procedimiento que le permite internarse en la llamada “selva espesa de lo real”. Esto es, en el imaginario de la literatura latinoamericana signado desde las crónicas de Indias, el cual conduce a la intemperie de lo material, la exploración de lo real, de la materialidad de lo sensible que perturba los sentidos.

Estilísticamente, tal procedimiento de empaste en Saer se expresa en el relato por medio de la repetición y la descripción; por ejemplo, en una obra como El limonero real (1974), primera de sus novelas más ambiciosas.

En ésta se narra básicamente un día completo en la vida de Wenceslao; desde que despierta un día hasta que lo vuelve a hacer al siguiente. Sin embargo, ocurren toda clase de incidentes que desbordan este aparente argumento. Como afirma María Teresa Gramuglio, “el intento de contar en síntesis argumental el enjambre de hechos, sensaciones, escenas, recuerdos, que pueblan el relato se vuelve tan dificultoso como, en la novela, la empresa de narrarlos […] De ahí que la narración acuda, como para conjurar esa dificultad, a un trabajo textual que pone en primer plano la repetición” (Gramuglio, 286).

Por ejemplo, la frase inicial de la novela, “Amanece/y ya está con los ojos abiertos” “está escrita nueve veces, y cada vez que se repite introduce en el texto recapitulaciones cada vez más extensas que recogen, con variantes y reiteraciones, lo ya narrado en los tramos anteriores” (Gramuglio, 287). Se puede apreciar con ello el trabajo de escritura para producir densidad en el relato, dimensionalidad, textura y espesor.

Asimismo, se lo puede apreciar en la detallada descripción y la significación de esta insistencia: “Tanteando, con los ojos cerrados, Wenceslao se dirige hacia la pared del rancho y saca una toalla que cuelga de un clavo entre un espejito redondo con un marco rojo de plástico y una repisa de madera repleta de potes, frascos y peines. Wenceslao se seca la cara…”.

En Gardea, por su parte, se reconoce un diálogo sugerente con la pintura y modos pictóricos de narrar en una novela como El biombo y los frutos, quizá la obra donde más se manifiesta el problema de la representación y una de las que más riesgos asumió con el lenguaje.

La historia, que no transcurre más allá de unas cuantas horas de un día soleado de agosto, relata cómo dos hombres reparan y pintan un biombo para complacer a una mujer. Sin embargo, naturalmente, ocurre algo mucho más complejo. La historia está atravesada por sonidos y silencios, formas, texturas, colores, tonalidades, aromas, a partir de los que se perfilan los personajes.

La clave de la trama está en lo sensorial, que marca la pauta de una historia apenas sugerida y expresa a cabalidad lo que realmente está y no ocurriendo.

Hay que decir que la apuesta de Gardea es todavía más radical en comparación con Saer, pues la concentración de sus procedimientos estilísticos (la elipsis, la dislocación sintáctica y la metáfora) es mayor; por ejemplo, en éste todavía se perfilan personajes, mientras en aquél aparecen desintegrados entre lo sensorial. De esta suerte, la recurrente elisión de verbos presenta una narración de múltiples estampas como el hipérbato constante invita a contemplar las cláusulas y periodos del texto como una composición.

Pero, aún más, la novela revela un diálogo explícito con la pintura y modos pictóricos de narrar. Por una parte, ésta parece semejar una novela biombo de cuatro hojas-capítulos con escenas específicas; por otra, hay guiños a la metarrepresentación de El arte de la pintura de Vermeer y, sobre todo, Gardea emplea un procedimiento narrativo similar a la multiplicidad de perspectivas que inauguró Paul Cézanne. Éste, otro gran iniciador del movimiento moderno de la pintura y precursor indudable del cubismo.

Las líneas iniciales de la novela aluden a unos frutos que transporta un personaje desdibujado a través de un corredor con ventanas: “Desde una sombra, los limones. Tardaba, el oscurecido amarillo, en irse aclarando, lentos días. Por angosta puerta, los frutos. Aromático sin ganas, iba el limonerío” (9).

Pero no solamente se presentan bajo un claroscuro (motivo caro a Gardea), sino que también lo hacen observando los cambios de luz, con el matiz de su progresivo aclaramiento, como si se tratara de una pintura. La representación inicial de los frutos representa un ejercicio de análisis en el que una y otra vez se configura el mismo objeto pero desde distintas perspectivas.

Este procedimiento es recurrente a lo largo de la narración, de manera que se convierte en principio constructor del relato, pues el narrador se abandona a un desmenuzamiento, un desentrañamiento obsesivo de la sensación, detonado por un sonido, un aroma, una textura, un objeto. De allí que la narración parece no avanzar en un sentido convencional de personajes. Lo que está en movimiento es la acción de lo puramente sensorial, como cuando uno de los hombres desmenuza sensaciones alrededor de la mujer para quien repara el biombo:

“Estaba cascando, como a diente corazas de pepitas, los cristales, el gozable muestrario. Gran variedad: redondo abanico de sabores. Desechaba, apartándolos escupidas breves, los que nada, desde la otra carne, venían a decirle o a recordarle. Y, a sus pies, piso, poco a poquito, coruscante. En la colección, las piezas que sí traían miga de viejas imágenes, de palabras, eran retenidas, trabajadas. Poderosos cristales, de cuando en cuando, como mundos en los cielos de un día vacío, en la muestra; para el portador, mundos enteros: carros de fiesta, banderolas, mujeres. Los mundos, los brillantes colores en la calle, el aire fresco, modos de presentarse la gracia. Sombras como pájaros escapados de las jaulas de un perfumista sobrevolaban el desfile. Polvo finísimo como harina, panes y frutas llovían las nubes de sombra. Finalizada la molienda, nada ya, en la boca gustadora, de la rica cristalería, el portador, beato, saturado por todo lo que había estado probando, sonrisa primero, se volvía hacia la mujer, la miraba” (22).

A partir del diálogo con la pintura y modos pictóricos de narrar, esta tentativa de representar dificultosa se hermana ciertamente con lo que devino el lenguaje pictórico del siglo XX. Por ello, el multiperspectivismo de Cézanne ronda con fuerza en cierta manera de narrar en El biombo y los frutos. Pero dicha afinidad no sólo es llamativa por esto, sino por lo que hay detrás: el camino hacia la abstracción en la pintura moderna anunciado en la técnica de Cézanne y la profunda crisis de la representación pictórica que se detonó con ello.

 

III

Tal emulación de procedimientos de la pintura moderna en ambos autores para narrar, y con la que se manifiesta el problema de la representación, permite tender un paralelismo. Así como la pintura moderna rehúye el plano, la perspectiva o lo figurativo, ambos autores rehúyen nociones de la narrativa convencional como el argumento y los personajes. Sus propuestas suponen una puesta en crisis y a la vez una búsqueda por otros modos de narrar.

De Gardea también se puede decir lo mismo que de Saer, en quienes: “el espacio textual se convierte así en un campo de batalla o, si se prefiere, una metáfora menos bélica, en un escenario donde se juega el drama de la construcción del relato, de la posibilidad de narrar y de los límites de la representación en la escritura” (Gramuglio, 291).

En El biombo y los frutos esto es harto significativo, pues además hay ese guiño metaficcional: el proceso creativo del maestro al pintar el biombo es narrado (representado) por el narrador-pintor de esta novela-biombo, quien a su vez se revela enfrentado a su propio proceso creativo. Con ello, la novela no sólo narra de otra manera una historia, sino su propia génesis, el trabajo duro y frontal con las palabras, sin el auxilio de un plan o esquema previo, confiando en la resonancia del lenguaje, al llamado de la escritura. El texto de este modo describe sus tensiones: la vacilación, la reafirmación y el nacimiento de la forma.

 

Para saber más

Licenciatura en Filosofía, Universidad Intercontinental. Disponible en https://www.uic.mx/licenciaturas/filosofia/

Maestría en Filosofía y Crítica de la Cultura, Universidad Intercontinental. Disponible en https://www.uic.mx/posgrados/cultura-desarrollo-humano/maestria-filosofia-critica-la-cultura/

Ana Vázquez, La retórica prehispánica y la memoria, Universidad Intercontinental. Disponible en https://www.uic.mx/retorica-prehispanica-y-memoria/

Intersticios 49. Los otros rostros del mal, Universidad Intercontinental. Disponible en https://es.scribd.com/document/416326843/Intersticios-49-Los-otros-rostros-del-mal

Dalmaroni, Miguel, “El empaste y el grumo. Narración y pintura en Juan José Saer”, Crítica Cultural, vol. V, núm. 2, 2010, pp. 399-409.

Gardea, Jesús, El biombo y los frutos, México, Aldus, 2001.

Gramuglio, María Teresa. “El lugar de Saer”, en Juan José Saer, Juan José Saer, Buenos Aires, Celtia, 1986, pp. 261-299.

Saer, Juan José, El limonero real, México, Elefanta del Sur, 2016.

 

 

 



* Las opiniones vertidas en las notas son responsabilidad de los autores y no reflejan una postura institucional

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