Al proponer la expresión “Guadalupe como quinto evangelio asumo que puedo generar sorpresa, e incluso desconcierto. La Iglesia reconoce con claridad que existen solo cuatro evangelios canónicos, únicos e irrepetibles. Sin embargo, también ha sabido reconocer, a lo largo de su historia, acontecimientos en los que la Buena Nueva de Jesucristo irrumpe con una fuerza semejante a la de los orígenes del cristianismo, transformando profundamente la vida de los pueblos.
Hablar del acontecimiento guadalupano como “quinto evangelio” no significa, en ningún caso, añadir un nuevo libro a la Sagrada Escritura. Lo expreso más bien como una categoría simbólica y pastoral, que busca expresar que en Guadalupe se anuncia el mismo núcleo del Evangelio: Jesucristo como salvación, consuelo y esperanza para la humanidad.
Desde esta perspectiva, considero que al acontecimiento guadalupano puede llamarse “quinto evangelio” porque contiene tres elementos fundamentales: una palabra divina que interpreta la historia, una mediación humana concreta que la transmite y una revelación que conduce de manera explícita al encuentro con Cristo.
En los evangelios, descubro a María como Madre del Verbo encarnado y primera creyente. En Guadalupe, esa misma Madre vuelve a hablar, ahora al corazón de un pueblo profundamente herido por la incertidumbre , el desarraigo cultural y el sufrimiento social.
El mensaje que María dirige a Juan Diego, recogido en el Nican Mopohua, me resulta profundamente evangélico. En él se revela al “verdadero Dios por quien se vive”, Señor del cielo y de la tierra. Se anuncia un proyecto de salvación marcado por la misericordia: escuchar el llanto, consolar el dolor y remediar las penas. Se pide un templo, es decir, un lugar donde Cristo pueda encontrarse con su pueblo a través de la vida sacramental. Y, de manera muy significativa, se elige al más pequeño, mostrando la lógica evangélica de Dios que actúa desde la humildad.
Así como los evangelios narran la vida y misión de Jesús desde la fe de los primeros discípulos, Guadalupe narra el amor salvífico de Cristo a través del lenguaje materno de María, expresado en palabras, símbolos y gestos comprensibles para el mundo indígena. Si los evangelios son la Buena Noticia escrita, Guadalupe es la Buena Noticia hecha presencia, lenguaje y acontecimiento.
Juan Diego: un evangelista desde la vida ordinaria
Todo evangelio necesita testigos, y en el acontecimiento guadalupano ese testigo es san Juan Diego. Su figura me parece central para comprender por qué Guadalupe puede ser entendida como un “quinto evangelio”.
Juan Diego no es un simple mensajero. Es un hombre que escucha, cree, duda, discierne, obedece y finalmente confía. Es testigo de lo que ha visto y oído, y transmite su experiencia con fidelidad, aun cuando enfrenta incomprensiones y rechazos. Su vida queda transformada, y desde esa transformación anuncia “el mensaje “.
Por eso considero que Juan Diego puede ser visto como un auténtico “evangelista del Tepeyac”. Su anuncio no se realiza mediante un texto escrito, sino a través de una narración viva, oral y existencial, que permite que el Evangelio llegue, principalmente, al corazón de los pueblos originarios.
Si los evangelios presentan a Cristo mediante la palabra escrita, Juan Diego lo presenta mediante la palabra viva que María deposita en su vida.
Además de la palabra y del testimonio, el acontecimiento guadalupano ofrece un tercer lenguaje que considero fundamental: la imagen estampada en la tilma. No es un texto en sentido clásico propio de la cultura occidental, pero sí un auténtico texto visual, cargado de significado teológico.
En la imagen se descubre un anuncio profundamente cristocéntrico: María lleva en su seno al Verbo encarnado. Al mismo tiempo, se utilizan símbolos indígenas para expresar verdades cristianas universales. La imagen confirma la palabra, como los signos que acompañaron la predicación apostólica, y comunica sin necesidad de traducción, llegando a personas de distintas culturas.
Por eso comprendo que muchos teólogos hablen de la tilma como un “evangelio en colores” o un “evangelio inculturado”. No sustituye a los evangelios canónicos, pero despliega su contenido con una fuerza narrativa propia, profundamente adaptada al contexto de una nueva cultura que empieza a gestarse para formar un nuevo pueblo de Dios.
En los orígenes del cristianismo, reconozco que la evangelización fue cristocéntrica, inculturada, testimonial, comunitaria y transformadora. Al analizar el acontecimiento guadalupano, encuentro exactamente la misma dinámica.
Cristo es el centro del mensaje. El Evangelio se expresa en la lengua y los símbolos del pueblo. Hay un testigo creíble que actúa como puente entre culturas. Se genera un movimiento comunitario de fe. Y, sobre todo, se transforma una sociedad profundamente herida en una comunidad con Esperanza.
María Guadalupe no repite el Evangelio, lo reactualiza y lo sitúa. Lo anuncia de nuevo en un momento histórico concreto, con un lenguaje comprensible y una fuerza espiritual capaz de renovar a todo un continente y después al mundo.
Llamar “quinto evangelio” al acontecimiento guadalupano es, para mí, reconocer que la Buena Nueva volvió a irrumpir con fuerza originaria en el Tepeyac. Cristo se revela desde el rostro y la palabra de su Madre. Su mensaje se encarna en una cultura concreta. Y su anuncio se confía a un laico humilde que se convierte en misionero de su propio pueblo.
Guadalupe no añade nada a los evangelios canónicos. Pero, como ellos, proclama que Dios visita a su pueblo, que lo hace desde la misericordia y que siempre conduce hacia su Hijo.
Por eso, sigo creyendo que Guadalupe es un evangelio vivo: un evangelio que no solo se lee, sino que se contempla en una imagen, se escucha en una lengua, y se hace vida en el testimonio de san Juan Diego. Y ese Evangelio lo tenemos aquí, en México, como una ventana abierta al cielo y como “palabra viva” al igual que los cuatro Evangelios de la Biblia.

