Humanidades

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noviembre 1, 2017

Hoy es imprescindible la preocupación sincera por nuestros semejantes, incluso después de muertos, en una atmósfera social donde la solidaridad con los vivos está casi ausente. Ése es el valor específico que guarda nuestra festividad del día de los difuntos y su decisiva actualidad en nuestro México herido.

Por Jesús Ayaquica Martínez|
Catedrático de la Licenciatura en Filosofía, UIC

Con esta frase comienza la conocida canción de José Alfredo Jiménez; sin embargo, parece que en México, la voluntad de esa mano divina es mantenernos unidos, incluso más allá de la muerte:

Solamente la mano de Dios podrá separarnos;
nuestro amor es más grande que todas las cosas del mundo;
yo sé bien que nacimos los dos para siempre adorarnos;
nuestro amor es lo mismo que el mar, cristalino y profundo.”

La muerte es el acontecimiento más doloroso e inexplicable para el ser humano; ha sido motivo de reflexión desde múltiples puntos de vista filosóficos, religiosos y científicos, en todas las culturas a lo largo de la historia; en el ámbito práctico, alrededor del mundo, se le han dedicado ceremonias y rituales tratando de explicarla, de hacerla menos triste, y de responder a la inquietante pregunta acerca del destino de los difuntos. En nuestro país, además, la muerte es festejada.

Las celebraciones católicas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos se han integrado en la cultura mexicana con la conmemoración del Día de Muertos, que las comunidades indígenas practican desde los tiempos prehispánicos, lo cual ha dado lugar a la festividad más tradicional y distintiva de nuestro pueblo. El luto y la oración para que descansen en paz los fallecidos se han transformado al cobijo de las tradiciones autóctonas en una verdadera fiesta, en carnaval de olores, en verbena de gustos y tonos que invitan a la convivencia, al reencuentro y al contacto por medio de la remembranza:

Viene la muerte luciendo mil llamativos colores.
Ven, dame un beso, pelona, que ando huérfano de amores.
El mundo es una arenita y el sol es otra chispita,
y a mí me encuentran tomando con la muerte y ella invita.”

La muerte, Francisco “Charro” Avitia

El 7 de noviembre de 2003, la Unesco distinguió esta festividad al otorgarle el título de Obra maestra del patrimonio inmaterial de la humanidad y reconocer que constituye uno de los ejemplos más relevantes del tesoro vivo de México y del mundo, así como una de las expresiones culturales más antiguas y de mayor plenitud de los grupos indígenas que actualmente habitan nuestro país.

Diversas expresiones y matices culturales, ancestrales y modernos, se entrelazan en las llamativas manifestaciones de los pueblos y ciudades para esperar el regreso a casa de las almas de los fallecidos, convivir con ellos y nutrirlos con la esencia de los alimentos y bebidas que se preparan para la ocasión y se les ofrecen generosamente.

Los altares, colocados en un sitio especial de la casa, constituyen el rasgo más característico e importante de esta celebración; en ellos se disponen las ofrendas que contienen los guisos favoritos del difunto, acompañados de atole, café, tortillas, agua de sabores, pulque, tequila, mezcal, cerveza o refrescos. Adorna el escenario una variedad de artículos en la que destacan flores, veladoras, incensarios, crucifijos, imágenes de santos y de la Virgen, papel picado, fotografías del finado, cigarros, calaveras de dulce o de chocolate con su nombre y todo lo que le agradaba cuando estaba vivo; en el caso de los niños, se incluyen también dulces, juguetes y hasta la ropa que se conserva. Una cruz de ceniza o de pétalos de flores suele adornar el piso frente al altar.

Las almas de los difuntos, se dice, llegan en orden. Según la creencia popular, el día primero de noviembre, se dedica a la memoria de los “muertos chiquitos” o “angelitos”, es decir, a los que fallecieron siendo niños, mientras que el día dos, a los difuntos en la edad adulta. No obstante, en diversos lugares se destina una fecha especial para esperar a los que murieron en circunstancias específicas, si bien las fechas varían de un sitio a otro: el 28 de octubre llegan los accidentados y los que murieron atropellados; el 29, quienes murieron de forma violenta y el 30, los ahogados. El día 31 se ofrece a los niños que se fueron sin ser bautizados, los llamados limbos o limbitos.

Una costumbre primordial que acompaña a la celebración es acudir al panteón para visitar la tumba del difunto. Se barre y lava el espacio, se adorna con flores y veladoras, se deposita la ofrenda en el sepulcro, y en muchos lugares suele escucharse música de diversos géneros, según los gustos del fallecido; además, se dedica un tiempo especial para recordar pasajes de su vida. Pese al dolor y la nostalgia de ya no tenerlo, el ambiente general en estas ocasiones es de cálida convivencia entre los familiares que están aquí y los que “se nos adelantaron en el camino”.

¡Ay de mí, llorona, llorona! Llorona, llévame al río,
tápame con tu rebozo, llorona, porque me muero de frío.
Dicen que no tengo duelo, llorona, porque no me ven llorar.
Hay muertos que no hacen ruido, llorona, y es más grande su penar.”

La llorona, Son istmeño

Podemos afirmar que esta celebración, tan profunda y significativa en la vida de todos los mexicanos —creyentes o no— desde la perspectiva de la imaginación popular, representa una oportunidad magnífica para que nuestros difuntos tomen conciencia de que no los hemos olvidado, de que continúan teniendo un lugar exclusivo en la memoria de sus familiares y, por ello, son objeto de especial atención en el día que los conmemora. Así, en este día, lloramos su partida al tiempo que les recordamos que siguen entre nosotros.

Hoy vale la pena conservar esta tradición y festejar el ritual que reúne a los vivos con sus parientes que se fueron; preservar el valor de estos días como un tiempo trascendental en el que las almas de los muertos tienen permiso para regresar al mundo de los vivos, aunque sea por breves momentos.

Y vale la pena resaltar que la celebración del Día de Muertos es, sobre todo, una celebración a la memoria; un tiempo de evocación colectiva y un acto solidario que privilegia el recuerdo sobre el olvido. Conservar en la mente y no permitir que se borren sus rostros es, sin ninguna duda, uno de los compromisos más serios que podemos establecer como ciudadanos en nuestras circunstancias.

Como habitantes de una realidad nacional marcada por escenarios de violencia desbordada, de catástrofes naturales que han provocado destrucción sin precedentes, de crisis económica masiva y de pérdida de los valores tradicionales, la muerte sigue sorprendiéndonos, lamentablemente no como un símbolo intangible de nuestra vida cultural, sino por su abrumadora y lacerante presencia en múltiples esferas de la vida cotidiana.

Resulta esencial destacar la importancia de lo particularmente mexicano en la celebración del Día de Muertos: es primordial recuperar la genuina vivencia de un sentimiento religioso, es decir, de unión, de vínculo, en un panorama marcado por la incredulidad y el desentendimiento.

Hoy es imprescindible la preocupación sincera por nuestros semejantes, incluso después de muertos, en una atmósfera social donde la solidaridad con los vivos está casi ausente. Ése es, desde mi comprensión, el valor específico que guarda nuestra festividad del día de los difuntos y su decisiva actualidad en nuestro México herido.

Cuando dos almas se quieren, por más que se alejen,
no se podrán nunca olvidar.
Por eso, cuando yo muera, cielito lindo,
nunca me dejes de amar.”

Cuando dos almas, Antonio Aguilar

Hoy más que nunca, pueden estar seguros de que nuestra celebración del Día de los Difuntos es el más vivo testimonio y el más sincero compromiso de que así será.



* Las opiniones vertidas en las notas son responsabilidad de los autores y no reflejan una postura institucional

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